Huele a incienso con unas notas de especias contra las que no pueden competir. Se escucha el tradicional sonido de gaita y tambores de fondo. Los tenderos comparten impresiones sin dejar ni un segundo su puesto desatendido. El bullicio de la gente no permite escuchar bien aquellos gritos que parecen rezar: “¡A la hoguera!”, “¡Acabemos con ellas!”, “¡¡¡BRUJAS!!!”. Estamos en el tradicional Mercadillo Medieval de Puebla de Sanabria (Zamora), que tiene lugar cada año en el fin de semana la de Virgen de la Paloma.
Son muchas las recreaciones de este estilo que durante el periodo estival recorren la geografía española mostrando a los ciudadanos que imaginaron se trasladarían en cohetes y vestirían con monos de color plata la forma de vida de la Edad Media.
Resulta curioso ver cómo hacen artesanalmente las velas o cómo dominan el arte del cuero; cómo consiguen ‘pócimas’ con hierbas que lo sanan casi todo o cómo encuadernan de modo meticuloso cada uno de sus libros y productos de papelería; cómo es la fórmula para de hacer jabones caseros y bálsamos corporales, o cómo preparan y cuecen en horno de leña las grandes hogazas de pan que hemos sustituidos por finas y sofisticadas baguettes. Pero si tuviera que destacar un aspecto por el que no se puede faltar a la cita con el Medievo es por el ambiente mágico que desprende. Este fin de semana he vuelto a emocionarme en el majestuoso castillo de Puebla de Sanabria que recobraba por unos días su forma de vida y costumbres.
Todos los detalles cuentan. La vestimenta de los tenderos, la apariencia de sus puestos, la manufactura de sus productos, el bullicio de la gente, los estandartes que decoran las callejuelas del casco antiguo en las que es obligatorio dejarse llevar y perderse en ese lugar en el que lo que se respira es magia, porque ya lo dice la leyenda… ‘haberlas, hailas’.
Los pasacalles no te permiten pensar en el hoy para llevarte de lleno al ayer donde las brujerías se pagaban con la hoguera, que se representa el último día de mercadillo en la ya tradicional ‘Quema de la bruja’.
Merece la pena destacar un puesto en el que que vendían cosméticos artesanos de la época en la que las barras de rojo carmín se reducían a un pequeño recipiente de material arcilloso que al humedecerlo coloreaba los labios de las más atrevidas. O aquel tenderete que presume de vender los libros más pequeños del mundo. La gente se agolpaba para ver cómo marcaba en la portada el nombre del curioso cliente. Riquísimos productos gastronómicos de la zona hacían picar en cada uno de los puestos de chocolates, panes y quesos que copan el mercadillo inundándolo también de apetecibles olores. En un modesto rincón un artesano tallaba garrotas de madera que bien pueden lucirse en el Camino de Santiago Sanabrés, y un inmenso puesto de especias de todo tipo remedían males a base de terapias naturales.
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